Hay muy pocas experiencias malas en mi historial de asistencia a conciertos que, a decir verdad, no es precisamente modesto; claro que mucho tiene que ver con que empecé a reseñar desde ese lado fan que me empujaba a no querer perderme ningún en vivo de las bandas que sigo. Quizá por eso tiendo a escribir siempre desde el aplauso y el pleno disfrute. Una vez leí que alguien no estaba conforme con la poca crítica que vierto en lo que reseño y, en mi defensa, diré que si no vivo un show a flor de piel, quizá ni me entretengo en hablar de él.
Sirva esta larga introducción para justificar que, aun cuando asistí anoche al concierto que Parkway Drive dio en el Jäähalli de Helsinki más como una seguidora ocasional de su música que como una hardcore fan de su trayectoria, terminé decidiendo que no tenía opción: ¡tenía que hablar de esto! Porque… ¿qué carajos fue eso?
Hacia el cierre de este 2025, varios conciertos de esas bandas que viven sin pagar renta en mi corazón le habían dado a mi cerebro toda la serotonina necesaria para sobrevivir al invierno finlandés, pero lo que viví con Parkway Drive fue otra cosa: una inyección de adrenalina cuya dosis, calculo, va a durar un buen rato.
Un concierto a mitad de semana, después de una jornada laboral larga, no pintaba como el mejor escenario. Desde que desperté supe que el cansancio del miércoles me iba a privar de primera fila, pero me consolé diciéndome que, por lo visto en internet, era un show ideal para disfrutarse desde lejos.
Sin embargo, en cuanto llegué al Jäähalli, noté que la calma milimétrica con la que se manejan las audiencias finlandesas me permitiría un muy buen punto de visión en una segunda fila lateral. Estaba lista… o eso creía. Lo que siguió fue una explosión—nunca mejor dicho—de emociones que no sabía ni de dónde venían.
No exagero si digo que casi todo el Jäähalli lo sintió así: Parkway Drive arrasó con una fuerza que se alimenta de una ambición clara por reafirmarse como una de las bandas más potentes del metal moderno.
Desde su llegada caminando entre la multitud, escoltados por estandartes, empezaron a construir una hermandad provocadora. El arranque con “Carrion” anunció la brutal nitidez con la que avanzarían. Le siguieron “Prey”, “Glitch” y una “Sacred” que se sintió en las entrañas como una declaración de poder absoluto.
Winston McCall cambió varias veces de vestuario; su fiereza vocal contrastaba con una sonrisa casi infantil, siempre llena de gratitud. Y la condición física, hombre.
Si hablamos del despliegue visual, me quedo corta con cualquier palabra: fuego en cantidades obscenas, batería giratoria, trío de cuerdas, coreografías inesperadas, lluvia sobre el escenario, plataformas que elevaban a Winston como un dragón suspendido en el aire. Todo era un espectáculo que combinaba teatralidad, magia y sensibilidad a flor de piel, y todo en nombre del metal.
Descomunal. Eso. Una descomunal intensidad que me hizo detenerme un segundo y pensar:
¿hay otra banda hoy haciendo lo que estos australianos hacen?
“Vice Grip”, “The Void” y “Wishing Wells” dieron paso a un medley cuidadosamente elegido con el que el público finlandés fue retado a sostener diez minutos de múltiples mosh pits. El circle pit central terminó de convencer a Winston de que la fama nórdica de campeones del mosheo está más que bien ganada.
La energía era contagiosa. Si alguien no sintió algo en este concierto, que vaya y reclame su acta de defunción.
El cierre, por supuesto, estuvo atinadamente a cargo de dos temazos: “Crushed” y “Wild Eyes”, himnos incendiarios que precedieron la repentina iluminación total del estadio, llamándonos a la salida con la sangre aún corriendo en torrentes confundidos por una química alterada que no se vive todos los días.
Y me repito: ¿hay otra banda hoy haciendo lo que Parkway Drive hace? Para gustos hay colores, sí, pero hay una verdad absoluta: esta banda lo domina todo. Técnica, producción, carisma, calidad, grandeza y humildad.
Son enormes, Parkway Drive.



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