Aberdeen, fiel a su costumbre, se empapaba de viento y lluvia. Era un sábado cualquiera en el norte de Escocia, pero dentro del Krakatoa —un pequeño pub junto al mar— la noche ofrecía una tregua. The Birthday Massacre llamó, y decenas de almas respondieron, reuniéndose bajo el mismo resplandor violeta de nostalgia, energía y ternura.

La gira de Pathways llevó al Reino Unido un recorrido que abarcó toda la historia de la banda: desde los himnos que definieron su identidad hasta las nuevas canciones que confirman su vigencia. En el escenario, Chibi, Rainbow, Mike, Phillip, Owen y Brett ‘Bat’ Carruthers, ofrecieron algo más que un concierto; fue un gesto de cercanía, una celebración compartida entre artistas y público que se conocen desde hace años, aunque muchos nunca se hayan visto antes.

El escenario del Krakatoa les quedaba pequeño, en todos los sentidos. Físicamente, apenas contenía su energía; metafóricamente, resultaba insuficiente para una banda tan grande como The Birthday Massacre. No por el número de integrantes, sino por lo que logran con su sonido: una expansión emocional que trasciende límites. Su ejecución mostró la solidez de los años, las tablas de una trayectoria impecable y las credenciales de músicos que dominan su oficio con precisión y sensibilidad.

Pero más allá de la técnica, lo que se percibe es una vibra genuina: la de quienes aman lo que hacen, la de una banda que aún toca con la misma pasión de sus inicios, pero con la madurez de quien ha aprendido a convertir la oscuridad en belleza.

Han pasado veinte años desde que los descubrí, y en ese tiempo The Birthday Massacre ha sido un refugio constante, con sus intervalos de silencio y de reencuentro, apareciendo en mis playlists como un recordatorio de quién era y de quién sigo siendo. Verlos sobre el escenario fue una especie de retorno en el tiempo: una máquina invisible que me llevó a aquella habitación donde, con mi discman, sentía que alguien me comprendía al otro lado de los auriculares.

He descubierto también que, además de la ternura de su compañía, hay algo sensual en su sonido, un calor suave que envuelve, que te hace bailar pegadito a tus emociones, a las más oscuras y a las más luminosas.

Krakatoa temblaba y yo también. No por el volumen, sino por la emoción. En un lugar tan íntimo, la conexión fue absoluta: miradas, manos, coros que se alzaban con gratitud. Pocas bandas logran mantener una carrera tan coherente y fiel a sí misma sin el ruido de la fama masiva; ellos lo hacen con una elegancia discreta, con la fortaleza de quien sabe que la devoción no se mide en números, sino en la intensidad del momento compartido.

Esa noche en Aberdeen no fue un espectáculo más: fue un recordatorio de por qué seguimos yendo a los conciertos, de por qué la música salva. Afuera, el mar y el aire eran fríos. Adentro, todo era calidez.

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