Una forma segura para comenzar el segundo día del Hellsinki Metal Festival fue con los locales Luna Kills. A esta banda la he seguido de cerca y he atestiguado su trabajo duro para forjarse un nombre como una propuesta potente dentro de la nueva escuela del metal finlandés.
No me sorprendió ver a la vocalista Lotta Ruutiainen irrumpir con una fuerza que poco a poco fue contagiando al público. Su primera invitación a formar un circle pit obtuvo apenas una respuesta tímida, pero cuando lo pidió por segunda vez, la multitud cedió ante la determinación de una voz que impone no solo en el canto, sino también en la manera de comandar a la audiencia.













Uno de los momentos especiales fuera de los escenarios fue el breve recorrido que nos ofrecieron el promotor y el equipo de atención a medios por los camerinos, el backstage y espacios tan peculiares como el Bodom Sauna. Más allá de la anécdota, fue una ventana a la maquinaria que sostiene un festival de esta magnitud: decenas de personas trabajando en montaje, catering, logística y atención, todos moviéndose con precisión para que cada detalle encaje. Es un trabajo titánico y pocas veces visible, pero fundamental para que la experiencia no sea solo la de ver conciertos, sino la de vivir un evento integral, pensado con cariño y profesionalismo.
Tras el recorrido, hicimos una parada en el show de Lähiöbotox, banda local que apuesta por una mezcla de rap y metal, con beats urbanos y un sonido callejero que, aunque conecta con parte del público joven, no terminó de engancharme. Lo mismo me pasó más tarde en el escenario tres con Party Cannon: entre inflables playeros y un humor exageradamente teatral, su brutal death metal revestido de ocurrencias no logró sostener mi atención. Sin embargo, eso es también parte de lo que hace único a un festival como este: la convivencia de estilos y propuestas tan dispares en un mismo espacio.
Lähiöbotox & Party Cannon:








Sin dar mucho respiro, en el escenario principal llegó el turno de Napalm Death, una institución absoluta del grindcore. Lo suyo no es solo música, sino una declaración política, social y visceral. Barney Greenway, con su energía inagotable, no dejó de moverse de un lado al otro, su persona en sí es completamente cautivadora, tras ellos colgaba un tela pequeña con el nombre de la banda, como una declaración total de que no necesitan ninguna parafernalia, un recordatorio de que, pese al paso de los años, Napalm Death sigue siendo un terremoto en vivo, uno que no se desgasta, sino que se intensifica.








Más adelante, en el escenario principal, llegó para mí uno de los grandes momentos del festival: Landmvrks. Como orgullosa amante del metalcore, ver su nombre en el cartel ya me parecía un mimo dentro de un line up tan cargado hacia lo extremo y lo clásico. Mi corazón ya estaba agradecido, pero después de presenciar su concierto quedé más que feliz. Su energía fue arrolladora y su interacción con el público, completamente natural y apasionada. Se notaba que estaban emocionados por la recepción; cada tema recibía aplausos contundentes, y en especial cuando el vocalista sorprendió con una muestra de su capacidad para rayar graffiti en pleno escenario… los gritos se multiplicaron.
Entre el circle pit, me encantó ver a una multitud de fans que se sabían todas las letras y las cantaban a ojos cerrados, dejándolo todo. Incluso me conmovió una escena muy particular: dos chicos abrazados, cantando al unísono como si este fuera el concierto que habían esperado para vivir juntos. Quizá no son la banda que encaja en el ‘target’ más trve del festival, pero demostraron que en el metal siempre hay espacio para cada subgénero cuando se entrega con tanta fuerza y autenticidad.














El escenario dos trajo otra clase de emociones con Enslaved, quienes desplegaron un set atmosférico, entre progresivo y black metal, que atrapó a quienes buscaban una experiencia más densa y expansiva. Y luego, el veterano Michael Schenker recordó lo que significa ser leyenda: solos pulidos, riffs que evocan épocas doradas y un despliegue clásico que puso a muchos nostálgicos a corear.
Michael Schenker










El turno de Hatebreed fue pura descarga de hardcore, con un público que respondió con circle pits más aguerridos y un ambiente de hermandad combativa. Después, la oscuridad más cruda se apoderó del escenario dos con Marduk, quienes envolvieron la noche en un ritual de blasfemia y velocidad descontrolada.
Hatebreed









Marduk












En el escenario tres, Sigh ofreció un show que me perdí, gajes del oficio de las coberturas con tanto que ofrecer; para Cult of Luna estuve lista para embarcarme en un viaje hipnótico, esta banda, sin duda, tuvo entre sus testigos a gente leal que les esperó por horas y que al final del show mostraban en sus rostros la expresión de total satisfacción. En el mismo escenario se presentó Me and That Man, la versión sombreruda y folk-blues de Nergal (sí, el de Behemoth), debo decir que ésta no terminó de convencerme. Pese a su estética y atmósfera, la propuesta me pareció con poca sustancia.
Cult of Luna



Me and That Man












El gran cierre quedó en manos de dos nombres cargados de peso histórico. Primero Venom, pioneros absolutos del black metal. Verlos ahí, con un legado que literalmente dio nombre a un género, fue como asomarse a la raíz misma de lo extremo: directo, crudo y sin concesiones.

















Y, ya entrada la madrugada, el festival bajó el telón con Blood Fire Death, proyecto-homenaje que rinde tributo a Bathory. Su actuación fue todo un ritual, el escenario por sí solo era ya imponente y esa reverencia solemne hacia Quorthon sí que caló hondo entre quienes aún consideran a Bathory como los verdaderos fundadores del black metal.
Sin embargo, el cierre no estuvo exento de polémica. Parte del público todavía tiene reservas hacia la figura del baterista Bard Faust Eithun (ex-Emperor), cuya historia está marcada por un homicidio en los 90, ya cumplió condena y hoy se presenta en escenarios internacionales pero esa sombra inevitable se coló en las conversaciones de pasillo: para algunos, su presencia resta; para otros, su redención lo hace aún más contundente en escena. Lo cierto es que fue parte de ese set que atestiguaron los miles de reunidos al interior de la sala.
Así, con la reverencia a Bathory como último acto, el Hellsinki Metal Festival clausuró su tercera edición dejando tras de sí dos días de intensidad total: diversidad de estilos, contrastes generacionales y un sentimiento de camaradería metalera.



























Epílogo
Más allá de la música, el Hellsinki Metal Festival desplegó una enriquecedora oferta de entrenimiento con vocación. Durante el recorrido por el recinto descubrimos una galería de arte con trabajos de diversos artistas. También hubo luchas en cuadilatero, actividad poco común en Finlandia que me hizo sentir por un momento como en México, aunque sin el folclore.
Uno de los promotores principales del festival nos ofreció un recorrido exclusivo: nos mostró los camerinos, presentó a parte de los equipos de catering y montaje, y compartió con orgullo y emoción la historia detrás del festival. Nos contó que nació de su necesidad de crear un espacio más orgánico, alejado de la corriente mainstream, un festival donde la música, la cultura y la comunidad se entrelazan de manera auténtica.
Además, la oferta bazárstica del festival iba mucho más allá de simples souvenirs o tatuajes: había especialistas en salud mental orientando a los asistentes, mesas informativas sobre programas contra el bullying y otras iniciativas sociales. Todo ello conforma un programa integral que demuestra que el festival no solo ofrece conciertos, sino una experiencia que refleja la conciencia, el corazón y el compromiso de quienes forman parte de la comunidad metalera. En el Hellsinki Metal Festival, la música extrema convive con la empatía y la creatividad, recordándonos que el metal puede ser un espacio de fuerza, reflexión y comunidad.




























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