Hay un tema que ha sido la constante en mi historia personal con Finlandia: la música, el metal y por supuesto, el Tuska Festival.
Hace casi dos décadas que, desde el otro lado del mundo, empecé a sentir una afinidad por diferentes aspectos de la cultura finlandesa, una serie de eventos y la vida misma me llevaron a mudarme a Helsinki y a experimentar en carne propia la experiencia de ser amante del metal en el país donde más bandas de este género existen (en relación con su población).
Esa conexión, que empezó siendo casi intuitiva —una atracción por los sonidos crudos, melódicos y oscuros que venían del norte—, terminó transformándose en una forma de vida. Lo que comenzó como afición adolescente se convirtió con el tiempo en un compromiso más profundo: escribir, analizar, y vivir la música como parte de mi trabajo. Este año, tuve el privilegio de cubrir el Tuska Festival 2025 desde otra perspectiva: ya no solo como fan, sino como periodista musical.
Caminar por Suvilahti con cámara en mano fue un momento transformador. Esta vez no era solo asistir a un festival, sino observarlo con mirada crítica, dejarme sacudir por la música, descubrir nuevas bandas y a la vez tomar distancia suficiente para contar qué pasa cuando miles de almas se congregan a celebrar el metal bajo el sol (y la lluvia) de Helsinki.
Día 1: metal sin etiquetas y emociones sin filtro
El primer día del Tuska 2025 rompió récords. Más de 22 mil personas inundaron Suvilahti, en lo que se convirtió en el viernes con mayor asistencia en la historia del festival. Desde la entrada se percibía ese aire tan propio de lo finlandés, algo disciplinado pero vibrante, apasionado pero contenido.
La tradición y la novedad también se palpaban, como si el Tuska estuviera celebrando no solo su legado, sino su capacidad de renovarse.
Este año el cartel apostó por una diversidad sonora contundente: la elección de In Flames para cerrar este primer día fue un acierto como también lo fue colocar a bandas de punk/hardcore como abridoras de la tarde, y aunque Endstand y Blood Command se empalmaban en el cartel, no me resultó difícil decidirme por los legendarios Endstand, quienes fueron los primeros en pisar el Radio City Stage. Me dieron lo que esperaba; brutalidad hardcorera y moshpits honestos.



Mi itinerario personal me llevó al Karhu Main Stage para ser testigo de la energía caótica y catártica de Knocked Loose, de su show llamó mi atención la conexión cruda y directa que lograron con la audiencia. No hubo producción grandilocuente: todo estaba puesto en la energía, en la entrega, en la urgencia. Fue como presenciar una purga emocional a cielo abierto, donde no hacía falta entender cada letra para sentir la rabia, la angustia y la necesidad de liberación que emanaban del escenario.






La siguiente parada fue en el Nordic Energy Stage para ver a Dragonforce. Su presentación fue una descarga de adrenalina, me sentí caer en un videojuego ochentero musicalizado con guitarras a la velocidad de la luz.
La escenografía era por sí misma un espectáculo, cargada de visuales retro y estética gamer que incluyeron dos máquinas arcade gigantes a las que los guitarristas se trepaban para desatar solos imposibles desde las alturas.
La interacción lúdica entre los miembros —corriendo, posando, lanzando guiños al público— convirtió su presentación en algo hiperactivo y divertido, donde cada riff parecía una ronda nueva de Street Fighter entre dragones inflables. Imposible no disfrutar de su velocidad técnica mezclaba con tremendo humor escénico (que incluyó a un pollo de peluche haciendo crowd surfing).








Nuestra siguiente parada era Cradle of Filth pero en el camino al escenario principal nos sorprendió una lluvia insistente, así que decidimos admirar a los valientes que con o sin impermeable, abarrotaron el campo para presenciar un show que, aún a la distancia, se adivinaba imperdible.
Y sí, Cradle of Filth trajo el dramatismo gótico que solo ellos pueden invocar: atmósferas densas y teatralidad oscura. Dani Filth apareció con su inconfundible registro agudo entre gestos casi rituales. Pero ni el aura siniestra lo salvó de un momento terrenal: en medio del set, Dani tropezó al apoyar su pierna en un monitor imaginario. Lejos de arruinar la experiencia, la caída fue recibida con una mezcla de sorpresa y risillas cómplices del público, y él, fiel a su estilo, se levantó como si nada. Un momento tan humano como brutal, perfectamente en sintonía con el espíritu del festival.

Aprovechando la distancia, recorrimos las áreas de comida y conocimos la nueva y enorme terraza VIP junto al escenario principal; en este recorrido confirmamos la eficacia logística del festival, se mantuvo un sistema cashless eficiente y se apostó por comida más variada (incluyendo la novedad de Burger King), con opciones eco-friendly y veganas.
En el tramo del día en que Bambie Thug y Marko Hietala coincidían en escenarios distintos, tomé una decisión mucho menos trascendental: irme por un pollo frito con papas. No es algo que me apasione particularmente —ni el pollo, ni perderme dos shows tan distintos—, pero era necesario hacer una pausa. Aun así, el revuelo que generó Bambie Thug era innegable: desde donde estuvieras, se sentía su presencia, con gente corriendo para alcanzarla y comentarios flotando como ondas de curiosidad y fascinación. Me recordó esa rebeldía propia del Tuska, que no teme mezclar lo extremo con lo inesperado, abriéndole espacio a propuestas que empujan los límites de lo que entendemos como metal.
Con la energía recargada, era hora de gastarla toda de golpe con los esperadísimos Electric Callboy. En su anterior participación en Tuska habían tocado en la carpa secundaria, que claramente les quedó chica. Esta vez no hubo margen de error: el Karhu Main Stage fue el lugar perfecto para reunir a una multitud eufórica, lista para sumarse a esa fiesta colectiva de luces, coreografías, autotune y breakdowns bailables que solo ellos saben armar.
Su show fue un derroche absoluto de energía y autoparodia, con visuales absurdos al ritmo de una mezcla imposible entre eurodance, metalcore y comedia millennial. Canciones como We Got the Moves y Spaceman hicieron que todo el campo frente al escenario saltara como si fuera un solo cuerpo, y como si fuera poco, ¡la banda tocó una versión acústica de «Crawling» de LINKIN PARK. En resumen: una fiesta masiva y desbordante que dejó claro que el metal también puede (y debe) divertirse.


















Aunque In Flames fue la banda encargada de cerrar oficialmente el primer día y, como era de esperarse, estuvo a la altura de ese rol —con una producción impecable, un sonido sólido y una convocatoria masiva que volvió a unir a todos frente al escenario principal—, el cierre emocional de mi día fue con Imminence.
Lo de In Flames fue un broche potente y clásico, transmitido incluso en vivo por Yle Areena, lo cual habla de su peso dentro del cartel. Pero para mí, que escribo desde un lugar donde la música también atraviesa lo íntimo, lo simbólico y lo vivencial, era imposible no cerrar con esa experiencia que me marcó más profundamente. Imminence no solo me ofreció un concierto, sino una conexión que trascendió el festival y me recordó por qué estoy aquí, haciendo esto.
Antes siquiera de subir al escenario, los integrantes de la banda participaron en el Tuska Forum, un espacio de conversación dentro del festival dedicado a temas culturales y filosóficos en torno al metal. En esa charla, reflexionaron sobre el propósito de la música, su poder como medio de expresión emocional y cómo canaliza la oscuridad y la belleza de la experiencia humana. Escucharlos hablar con tanta honestidad —sobre su idea del éxito, la identidad y la creación— preparó el terreno emocional para lo que vino después.

Sí, su presentación en vivo fue una prolongación perfecta de ese momento. Con su mezcla de metalcore melódico y arreglos de cuerda —violines que parecían salir de algún rincón melancólico de los bosques escandinavos—, ofrecieron un show tan preciso como visceral. La voz de Eddie Berg navegaba entre la furia y la fragilidad con una honestidad conmovedora. Fue el único momento del día en que sentí que el tiempo se detenía.
Por eso, aunque el día oficialmente terminó con el rugido de In Flames, mi final fue más silencioso, más interno, y vino de la mano de Imminence. Su presentación fue más que un show: fue un momento de reconexión conmigo misma, un refugio, un puente y una forma de resistencia emocional. Escuchar Heaven Shall Burn, o Come Hell or High Water con ese violín atravesando el aire, fue como si todo lo que me había traído hasta aquí cobrara sentido en unos cuantos acordes. Cerré los ojos, respiré hondo, y me sentí parte de algo.
Mientras estaba en trance escuchando la versión más hermosa y desgarradora de Death by a Thousand Cuts, con los ojos cerrados y la garganta hecha nudo, algo me sacó abruptamente de ese viaje interior: unas botas góticas aterrizaron cerca de mi cara, era una chica que surfeaba entre el mar de brazos con una sonrisa delirante. Fue un recordatorio brutal —y perfecto— de que en Tuska, incluso los momentos más etéreos pueden ser interrumpidos por una buena dosis de caos compartido. Y tal vez ahí radica su magia: en ese vaivén constante entre lo sublime y lo salvaje.
Eso es lo que hace especial al Tuska: no es solo un desfile de bandas potentes, sino una experiencia que te confronta y te conforta. Un lugar donde el metal no es solo ruido, sino narrativa, cuerpo, catarsis y comunidad. Y en ese primer día, mi historia terminó justo donde necesitaba: en ese instante de belleza desgarrada, sostenida por un violín y una voz rota que me habló en un idioma que siempre he entendido.













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