Por Karina Coss / Mayo 2012/ Fotografía: Perla Rabiela

En los más altos grados de la escala McCartney se podría medir el sismo con epicentro en el Zócalo capitalino que protagonizaron la noche del 10 de mayo aproximadamente 90 mil personas.

El piso del Centro Histórico se cimbró y sacudió desde los edificios virreinales, hasta los templos aztecas y muy probablemente las campanas de la mismísima Catedral, que se unieron a la causa de un Paul McCartney condenado a remover las emociones de quienes ahí se reunieron.

El británico apareció minutos después de las 21:00 horas en un escenario al que no le faltó nada, con todo y que fue montado para ofrecer uno de los conciertos gratuitos más memorables en la historia de la Ciudad de México; el ex Beatle se dijo emocionado de brindar un concierto sin costo en el Zócalo de la ciudad y a la primera oportunidad que se le presentó saludó con efusividad a los “chilangos” y a “las mamasitas”.

Con saco rojo, pantalones oscuros y un peinado que a kilómetros dejaba adivinar a la brisa paseando por sus cabellos, Paul McCartney acabó con la espera de todos los que con valentía y emoción se reunieron para regalarse una noche de la que seguramente platicarán con sonrisas en dos, tres, 10 años. Toda su vida.

“Hello, Goodbye” sirvió para desentumir las piernas de los madrugadores, los precavidos, los exagerados que llegaron desde el domingo, los que no comieron, los que tomaron agua de bolsita o los que llegaron una hora antes de la cita para verlo desde la última fila. Sir Paul -como prefieren nombrarlo algunos de sus seguidores- comenzaba un setlist de 40 canciones que se extendió por casi tres horas y que incluyó dos encores.

El acceso a la Plancha del Zócalo fue desde las 8:00 de la mañana, hora en la que un contingente alistado desde la calle 20 de noviembre se apoderó de la parte central y delantera, aparentemente la más privilegiada de la cancha.

De forma paulatina, los fans con sus esperanzas todavía frescas que venían de nutridas filas fabricadas en las calles Madero, Pino Suárez y demás vialidades aledañas, se fueron apropiando del Zócalo y dibujando con sus cuerpos un escenario colorido, luminoso, encantador.

Para las 19:30 horas, el Zócalo estaba abarrotado, 90 mil asistentes se contabilizaron de manera oficial sobre él, aunque la cifra con todos aquellos que desde los accesos se quedaron a verlo en siete pantallas distribuidas por el Centro, ascendió a los 200 mil. Era demasiada energía como para no ser contagiada. Y Paul lo supo, se infectó de la felicidad de sus amigos y compañeros de velada, se le vio contento.

All My Loving, Sing the Changes, Let Me Roll it, Paperback Writer y hasta la recién hecha My Valentine, tejían poco a poco un repertorio destinado a  acariciar las más diversas tonalidades del alma, en alguna parte de la plancha habría algún acérrimo beatleaniaco que compartió esa noche con un fan que desde casa le vio por internet, un recuerdo con alguna canción, un pensamiento a ojos cerrados, una sonrisa, una lágrima.

Con seguridad hubo también despistados que iban de paso y no tuvieron más remedio que abrirle el corazón a la dulzura de unas notas cocinadas por la guitarra de un hombre legendario.

Y si con Hope of Deliverence no dejaban de saltar, con And I Love Her los gritos se desataron al identificar apenas los tres primeros acordes. La felicidad -porque no cabe otra palabra-, se convirtió en miles de luces que él orquestó desde su territorio, del escenario salió la instrucción para usar los encendedores en Every Night, que visto desde las alturas parecía un vals de luciérnagas.

Así, dedicó canciones a Linda y a Nancy, pero quien se llevó la mejor fue “su hermanito George” quien lo acompañó con Something y el eco del “I don’t know, I-dooooon’t knooow” de un público enamorado y cobijado por las sonrisas y gestos de un Harrison asomado por las inmensas pantallas.

Le siguieron otras como Ob-la-di,-Ob-la-Da en su versión mariachi y las más coreadas: Let it Be y Hey Jude, que en el inter dejaron sonar a Live and Let Die y sus notas al piano al ritmo de una serie de juegos pirotécnicos que alumbró un cielo cómplice y nostálgico.

La gente estaba complacida y cuando con un supuesto final anunciado ya se marchaban, Paul McCartney regresó al ritmo de Lady Madonna, Day Tripper y Get Back. Vino otra falsa alarma para despedirse, pues a la noche le faltaba cerrar con el contraste de la melancólica Yesterday y la poderosa Helter Skelter. Golden Slumbers, Carry that Weight y The End fueron las que le dieron el toque final a un concierto que le imprimió a cada rostro la alegria.

Paul McCartney presume elegancia hasta en la forma de usar sus tirantes, desborda ternura cuando descansa su cuerpo sobre una pierna, se lleva la mano a la cintura y con pose juvenil sonríe como hace 40 años. A Paul las groserías se le oyen chuscas “Son a toda madre” o “Viva México Cabrones” fueron frases que arrancaron las risas de todos.

De lo cómico estuvo también sus insistentes muestras de lo que en él lograron las clases de español, nos presumió poemas de conejos que tocan el tambor y esporádicos enunciados que decía al micrófono con la vista fija en algún acordeón.

McCartney ha hecho carrera para meterse al público en la bolsa, del “oe oe oe oe, Sir Paul, Sir Paul” las miles de gargantas pasaron a arremedar lo que a él se le daba gana. Cantaron todas, el Zócalo nunca se quedó callado.

Esa noche hubo en la Ciusad de México un viento impregnado de emociones que sólo pueden escaparse de miles de corazones abiertos. La tierra tembló y todos estaban contentos. Era un ex beatle, era el compositor de la canción que alguien se aprendió hace un tiempo en su guitarra, era un recuerdo, era un suspiro, era un poema, una dedicatoria, era Paul.

[Texto dedicado a Mariana]

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